Las fosas comunes abiertas de América Latina

 


La indiferencia

Hace algunos años escribí una reseña de la miniserie documental de dos capítulos del 2019 Los días de Ayotzinapa; la cuál narra la masacre de Ayotzinapa, en la que fueron desaparecidos 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa cuando se dirigían a Tlatelolco para participar de la marcha anual por la justicia para las víctimas de la matanza de Tlatelolco, en la cual fuerzas militares policiales asesinaron a más de 320 estudiantes y civiles que protestaban en oposición al gobierno represivo. No escapa de mí la distancia que me separa de los 43 desaparecidos al momento de utilizar la palabra “reseña”, a pesar de considerarla más bien una excusa para colocar en mi blog de crítica de cine un larguísimo texto de denuncia en contra de la impunidad del estado mexicano y sus miles de víctimas.

La distancia simbólica me permite estar detrás de mi escritorio en un distrito afluente de una capital más en Latinoamérica, relatando una realidad que muchos en mi posición consideran enteramente ajena a la suya. Es, a mi parecer, una distancia arbitraria, el resultado del privilegio de haber nacido con menos balas en el camino, que me separa no solo de 43 estudiantes mexicanos, sino de todo aquel oprimido que lleva la antorcha de la protesta y la marca de la subalternidad. Porque como muchos limeños, no tengo que salir a protestar, porque nada me toca; no me quedaré sin comida tras una crisis, no me moriré de apendicitis por no llegar al hospital, no me matará la policía mientras atiendo a un herido en Miraflores, tampoco seré reprimida con ráfagas de balas expansivas en la Plaza San Martín y si muero de todas formas, los noticieros amarillistas primero se preguntarán que clase de revoltosa era y luego lamentarán la muerte de una estudiante de maestría de una de las universidades más prestigiosas del Perú. 

La distancia marcada porque no nací pobre y andina, una arbitrariedad del destino que pudo haberme arrojado en cualquier otra circunstancia de las millones que pueblan la tierra, pero que decidió dejarme caer en esta ciudad maldita dónde hay vidas que valen más y vidas que no valen nada.  Al principio quise creer que nuestra indiferencia al dolor y sufrimiento ajenos venía de un individualismo psicopático heredado tras siglos de procesos de marginalización y competencia por subsistir; quería creer que el limeño promedio ignora las tragedias que ocurren fuera de la urbe porque sabe que mientras no escape de su posición en el tablero estará seguro, no perderá nada. Pero hoy por hoy reconozco que lo que se trasluce en la opinión pública refleja algo muchísimo más siniestro que la indiferencia.

Una combinación de racismo y discriminación de clase coloca al limeño promedio en una variedad de posiciones auto fiscalizadas en las que existe un orden natural (el cuál es evidentemente artificial y se sostiene a base de falacias) que justifica que unos estén más arriba sobre las espaldas de otros. Es el orden natural de las señoras rubio cenizo que organizan chocolatadas para los niños del colegio nacional metido en el Bosque El Olivar (porque cómo van a irse más lejos, es peligroso) mientras pagan miserias a trabajadoras domésticas que no cuentan con derechos laborales; de los hijos que nunca tuvieron que trabajar porque están en la planilla de la empresa del papá y piensan que el pobre es pobre porque quiere; del dueño del Audi que le grita “¡Cholo de mierda!” al ambulante que casi atropella en la Javier Prado; es el orden de tu madre ama de casa clasemediera que piensa que en provincia son todos ignorantes, brutos, pobrecitos, borregos, jarjachas, hediondos, flojos, resentidos, animales, terrucos, terrucos, terrucos…

Aquella falsa sensación de seguridad capitalina de quienes creen ciegamente que el policía jamás volteará con el arma a dispararle a ellos porque son menos indios, porque no son terrucos, es la única prueba necesaria para afirmar que el limeño se siente seguro, porque sabe que los que mueren son otros, y que lo que lo diferencia de esos otros no es más que la ubicación geográfica y la urbanidad que levantan como gallina de los huevos de oro. Este discurso que separa a Lima del resto del país y, por consiguiente, a limeños de peruanos, se ve representado en el lenguaje común del ciudadano: “allá en provincia, lejos de acá”.  Como un uróboros la historia de la violencia en el Perú mantiene constante en el imaginario colectivo que lo que ocurre fuera de Lima no importa, hasta que llega a Lima. Porque en cuanto llega a Lima afecta nuestra comodidad, de pronto ya no podemos ignorar la miseria en la que permitimos que se deje al resto del país. Las inmensas brechas sociales no solo son evidentes, sino que invaden la aparente estabilidad limeña, nos recuerdan que vivimos en un castillo de naipes a poco o nada de derrumbarse.

El olvido 

Tras las 2 décadas que formalmente comprenden el periodo de conflicto armado interno en el Perú, además de aproximadamente 70 000 muertos, quedan aún 20,329 desaparecidos. De esas 20,329 personas desaparecidas, se han encontrado los restos de 865 han sido encontrados y devueltos a sus familiares hasta mediados del año pasado. Las desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales eran consideradas política de estado durante el conflicto armado interno. Al poner al mando a las Fuerzas Armadas se estableció una política de represión violenta que se manifestó en una serie de asesinatos selectivos y masivos en las zonas de conflicto que normalmente no tenían ningún tipo de consecuencia judicial para los perpetradores. Los miembros de las F.F.A.A jamás recibieron órdenes que les instruyeran a actuar de acuerdo con los tratados de derechos humanos a los que se supone que está sujeto el Perú, más bien se les indicaba que el objetivo no era aprehender a un posible sospechoso y llevarlo a la justicia, sino eliminar al objetivo. No bastando con el abuso cometido por las F.F.A.A, los casos que fueron denunciados normalmente no eran investigados y los responsables por lo general no eran castigados. Por esta falta de garantías judiciales por parte del gobierno peruano es casi imposible averiguar cuántas de estas 20,329 víctimas han desaparecido por obra de las F.F.A.A y cuántos por obra de grupos terroristas.

Más de 20 años después de lo ocurrido durante el conflicto armado, Lima se erige nuevamente sobre sus privilegios para terruquear a toda victima presente, pasada o futura. A estas alturas parece imposible pedirle a la capital que aprenda de su pasado, mientras quienes nos sentamos cómodamente en nuestros escritorios a escribir sobre ella nos lamentamos eternamente y continuamos lanzando textos al vacío. No importa cuantas películas Lima y América Latina hagan sobre sus dictaduras, masacres, desapariciones y matanzas; mientras las brechas continúen abiertas y sangrantes viviremos, moriremos y naceremos condenados a ser los países que odian a sus hermanos compatriotas. 

Como mencionaba un tanto como tirando la sal al piso en mi entrada sobre Los días de Ayotzinapa, en esta nueva era de información inmediata parece increíble la posibilidad de que 43 estudiantes jóvenes puedan desaparecer de manera tan violenta, o que policías y militares puedan cometer semejante atrocidad sin que se vuelva viral inmediatamente. Me preguntaba qué evita que estos eventos vuelvan a ocurrir y, por supuesto, la respuesta es nada. ¿Por qué no se hace viral? Porque las víctimas son de origen indígena, marginalizados y despreciados en su propio país; ignorados y discriminados cuando migran en busca de un futuro con menos balas. Fueron miembros de las Fuerzas Armadas quienes denunciaron los numerosos casos de crímenes contra los derechos humanos, un grupo de militares filtró los documentos y pruebas necesarias para condenar a los altos mandos responsables de la masacre de La Cantuta y otros actos extrajudiciales. Anteriormente mencioné que las condenas de Vladimiro Montesinos, Alberto Fujimori, el General Nicolas Hermosa Ríos, Santiago Martín Rivas y una serie de militares que participaron en las matanzas y desapariciones, representaban un avance importante en la lucha por la defensa de los derechos humanos en Perú; hoy en día me es difícil mantener esta posición. 

Hoy en día el fujimorismo no es el único fantasma que amenaza con reescribir a su capricho la historia de las atrocidades cometidas durante la dictadura de Alberto Fujimori, también lo es el conservadurismo y la derecha hambrienta de poder, la prensa parcial que informa en función de los intereses del empresariado; así como la vista y paciencia de todo ciudadano que participa del discurso que terruquea a todo peruano en la otredad desde que el Grupo Colina asesinó a Javier Ríos Rojas de 8 años en Barrios Altos. El ensañamiento del estado, las fuerzas armadas y la opinión pública en las ciudades continuará permitiendo que se use al otro como carne de cañón 

Realmente, que innecesario el odio foráneo cuando entre nosotros mismos nos tratamos como la basura. Y sin embargo queda claro, que el enemigo de un peruano no es otro peruano, el enemigo de un peruano es un limeño.


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